“Tan listo para unas cosas y tan tonto para otras”. Lo que podría ser el tópico espetado a un niño prodigio cuando se le ve fallar en operaciones tan simples como el saber relacionarse con otros niños en el patio de colegio, puede tener en el fondo parte de razón; y lo que es más, raíces biológicas heredadas de siglos y siglos de ancestros. Esto es lo que dice la ciencia sobre los inteligentes tristes y solitarios:

Mejor solo que neciamente acompañado, en 2016 dos investigadores publicaron un concienzudo análisis sobre más de 15.000 sujetos y cuyos hallazgos han sido desde entonces muy compartidos: los individuos de alta inteligencia experimentan un nivel de satisfacción personal más bajo cuando socializan con amigos frecuentemente, lo que promueve la reclusión del sujeto.

Los investigadores apoyaban la premisa de que los cerebros de esos sujetos superiores a la media (al menos en lo que se refiere a los campos tradicionalmente asociados con la inteligencia) se habían hecho así por la evolución y la genética. El hombre es un animal social por naturaleza, cuanta más gente tenías a tu alrededor en el pleistoceno mejor debía ser para solucionar conflictos, pero los individuos más listos, alega la psicología evolutiva, se benefician menos de ese contacto social porque son más autónomos. Esto es hoy más tormentoso que entonces debido a que nuestras sociedades son mucho más grandes y se nos pide que interactuamos con muchas más personas al día que hace miles de años. Si la “aldea” humana de hoy, vivas donde vivas, oscila entre los 150 y 180 individuos, entonces hablábamos de tribus superreducidas.

Tras la Primera Guerra Mundial el psicólogo Lewis Terman condujo un largo experimento con 1.500 pupilos en California. A los sujetos más sobresalientes los llamó Termitas. Pasaron los años y algunos de ellos alcanzaron éxito y fama, sí, pero también muchos de ellos optaron por trabajos normales. La inteligencia y los logros personales no están relacionados, como recordaban las conclusiones del investigador. En este grupo había el mismo porcentaje de divorcios, alcoholismo o suicidio que en el grupo de gente corriente.

Pero lo que sucedió es que al ser preguntados por sus propias vidas, los que tenían un CI más alto se sentían menos realizados con su trayectoria. No habían logrado cumplir sus expectativas vitales, o eran más conscientes de sus propias elecciones desacertadas mirándolas en retrospectiva, algo que se hace doloroso si tenemos en cuenta otro factor: los listos son, de hecho, más incapaces de ver sus flaquezas o aceptar críticas a su conducta en el tiempo real. El velo de la inteligencia les hace ser más ingenuos, o como diríamos de otra forma, se pasan de listillos. Ni que decir tiene que su capacidad de diagnóstico también les hace ver peor el mundo en el que se rodean. Sus ancestros no sabían que desvinculándose de la tribu acabarían provocando una oleada de ansiedad y depresión.

Las altas capacidades en determinados ámbitos es lo que llevamos décadas considerando inteligencia, pero cada vez más los expertos apuntan a que deberíamos observar esta cualidad de otra forma, por ejemplo las investigaciones de reclutamiento de Google han descubierto que es más valioso buscar la “humildad intelectual” entre sus candidatos que cualquier otro tipo de distinciones.